Capítulo 23: ganchillo a las cinco de la mañana

Décimo día de confinamiento

こんにちは!

Son las cinco de la mañana y me encuentro escribiendo esto. Supongo que el hecho que ayer no tuviera ninguna idea para el blog, hace que me encuentre recomponiendo mis ideas al mil por cien. Formas de autocastigarse, supongo.

La falta de sueño se agravaba minuto a minuto. Te despiertas de la pesadilla, enciendes corriendo la luz de la mesita de noche, te secas el sudor con la palma de las manos y te frotas las sienes, esperando que todo eso pase rápido.
No quieres pero entras en Twitter "el coronavirus mata en Cataluña al mayor nombre de personas en...", "Coronavirus, manual para sobrellevarlo en tiempos de..." e "India cierra a todos sus habitantes en casa por el coron...". Quieres lanzar el smartphone al suelo pero recuerdas que aún lo estás pagando, así que te lamentas y lo dejas con poco mimo encima de la mesilla. El reloj de la habitación te indica que son las 05:07 de la mañana. Hija de mi vida, ¿qué haces despierta? parece decirte, con las manetas de las horas haciendo (casi) lo que parece un bostezo. 
Vuelves a taparte y a cerrar los ojos. Pese a eso, dejas la luz encendida, no vaya a ser que esa pesadilla vuelva a aparecer sin previo aviso. De golpe, unas patitas peludas rascan tu puerta y se oye un somnoliento maullido. Esa pequeña bola de pelo (y de comida, que conste) te espera debajo de la puerta cerrada. Abres y se acurruca rápidamente a tus pies, no vaya a ser que lo alejes de su sitio favorito. Cierras los ojos otra vez e intentas dormirte, esta vez cerrando la luz.

Berta, despierta

Vuelves a sobresaltarte. Vuelves a encender la luz. El sudor de tu frente vuelve a caer por tu mejilla y vuelves a mirar la hora. 05:45. Harta, decides levantarte y estirarte. Regresas a la cama, esta vez para sentarte y coges el ejemplar que tienes encima de tu mesa, que descansa con el punto de libro mal puesto, tal y como lo pusiste la noche anterior cuando los ojos se te entrecerraban por el sueño.
La catedral del mar, de Ildefonso Falcones. Lo abres y tratas de sumergirte en la historia, aunque esta vez te cuesta más de la cuenta. La imagen de ese personaje terrorífico que ha aparecido en tu pesadilla sigue en tu cabeza.
Te resignas. Coges la bola de lana encima del escritorio y empiezas a tejer. Nunca habías demostrado mucha curiosidad por este tipo de manualidad, pero empezaste hace tiempo y el aburrimiento ha hecho que vuelvas a aficionarte en cuestión de días. 
Sigues urdiendo. Una vuelta, dos y otra vez.
La bufanda posiblemente no esté terminada cuando el último gélido caiga en la ciudad, pero no cesas en continuarla. Tal vez el próximo invierno. Tal vez.


Finalmente, al cabo de unos minutos, la bola de lana parece caer de tus manos. La aguja deja el ritmo y se limita a trenzarse diez veces más lento que hacía el minuto anterior. El gato, a los pies de la cama, observa la divertida escena, aunque sus ojos amarillos cesan ante el cansancio y emite el ronroneo más seguido, más automatizado.
Tus ojos se cierran, el reloj marca las seis y ocho de la mañana. La bola cae finalmente al suelo. La futura bufanda -para ti o para Aquiles- descansa en tus manos y sientes que esa imagen terrorífica por fin, te deja descansar.
Aunque esa pesadilla va a volver, porque siempre vuelve. Pero el próximo día ya vas a saber qué hacer. 
O tal vez no. 
O tal vez si.

Hasta mañana,
B.


















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