Capítulo 33: Nuestra propia odisea

Por Berta Rodríguez

Durante gran parte de nuestra vida, pocas decisiones que hemos tomado nos han influido como personas como tal. Una que se me viene a la mente y que puede que nos marque a todos y a todas es la decisión del bachillerato: ¿arte o ciencia? ¿humanidades o tecnología? Algunos lo tienen claro desde que nacen, otros escogen por inercia y los demás deciden a los pocos minutos de entregar el papel final con la decisión definitiva. Pero ya está, son solo dos años. Un par de valiosos años en los que se nos bombardea con la idea de la temida selectividad, la carrera universitaria, el grado superior o el año sabático. Algunos vamos hacia la gran institución llamada universidad, en la que otra vez nos vemos en la tesitura de decidir. Decidimos, cumplimos y… ¿qué? ¿Ahora que se supone que tenemos que hacer?

Cuando terminé la universidad, me sentí como si se me tirara a un precipicio. Nadie decidía por mi casi por primera vez en mi vida. Llegaba ese temido momento en el que yo misma tenía que buscar, rebuscar y comerme el coco. ¿Qué narices tengo que hacer? Bueno, lo más lógico, digo yo, es empezar a mandar currículums a sitios en los que me gustaría trabajar. Espero, espero, vuelvo a esperar y… me desespero. “Bueno, tengo un plan B, lo probaré”. Y se repite el mismo círculo vicioso. Mi abecedario particular de opciones llega a su fin y me veo a mi misma, sentada en la silla del escritorio pensando qué hago con mi vida. Repaso los hipotéticos sueños que se me pasaban por la cabeza durante la carrera. Me río de la despreocupación de entonces, pensando que siempre tendría esa lista de cosas por hacer; lista que otras personas se habían dedicado a hacer específicamente para mí. En ese instante, no sé si me estoy riendo o estoy conteniendo las ganas de llorar.

Hay días en los que me levanto, mando currículums a diestro y siniestro y me siento satisfecha, hasta albergando alguna esperanza por una posible llamada o entrevista. Otros, sin embargo, me sumerjo en un pozo sin fondo en el que nado y nado, y nada sale bien. ¿Sabéis? Durante la carrera no fui consciente que este momento podría llegar. No sé por qué, pero creo que todos pensamos que eso de estar meses y meses buscando trabajo era algo que solo a poca gente le pasaba. Pero no, más bien al contrario.

Creo, que esto es el aprendizaje. La nueva prueba de la adultez más dura y jodida para los que por primera vez en nuestra vida nos sentimos perdidos sin rumbo. Los que amamos tener planes, listas y cosas por hacer y que, sin quererlo, nos vemos sin libreta y sin bolígrafo. Hay días en los que me levanto positiva, pensando que ya llegará el día en el que descolgaré el teléfono y a alguien le habrá gustado como soy. Y otros en los que me entristezco al ver que mi esfuerzo no es siempre suficiente. Aunque eso no significa que yo no valga la pena, que quede claro y grabado a fuego en la piel.

 ¿Y cuál es mi plan ahora? Pensé que nunca lo diría, pero… no tengo un plan. Disfrutaré cada día tanto como pueda; saldré en moto las horas que el día me lo permita, compartiré anécdotas con mis amigos recordando los tiempos en los que ansiábamos tener tiempo, pintaré todas las cosas que se me pasen por la cabeza y descubriré una nueva parte de mi misma con la persona que quiero a mi lado.

Así que bueno, tampoco suena mal, ¿verdad?

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